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Un viejo camarada, Daniel Cassez Menache [+], si no mal recuerdo en 1993, convocó a todos los que hayan sido participantes del movimiento estudiantil del 68 con el propósito de crear una «memoria» de tal acontecimiento. El llamado estaba dirigido a aquellos activistas sencillos, a esos que no brillan pero que llena de sustancia cualquier movimiento social. Los que «vocean, pegan y distribuyen propaganda, los que suben a los camiones a informar a los usuarios lo justo del movimiento, la importancia de las libertades democráticas con un lenguaje sencillo, los que vapulean los viejos y gastados, hoy en desuso, mimeógrafos para imprimir y distribuir profusamente todo tipo de información del caso. Dado que yo era parte de ese grupo anónimo, tal invitación atrajo mi interés, lo que atizó mi memoria, por lo que decidí redactar, a pausas, ese nunca lejano recuerdo.

Poco tiempo después lo terminé y lo envié, más esto lo hice cuando ya se había cerrado la recepción. No obstante, lo publiqué en forma de folleto que, generosamente, me obsequió en trescientos ejemplares mi amigo Hilario López, artista de Taxco. Se difundió por medio de algunos medios locales.

Cada que es posible y oportuno, lo publico en redes sociales como una contribución, si bien modesta, a evitar el olvido y hacerlo del conocimiento de alumnos que se cruzaron en mi larga vida docente de 43 años en la Universidad Autónoma de Guerrero, así como un imperecedero recuerdo de amigos cercanos y familiares que quedaron en el camino y no lograron dar fe testimonial de la gesta y esperanza fundada que se inicia en nuestro país a partir del 1 de julio del año aún corriente.

A cincuenta años de dicha gesta, mayor es mi interés de darlo a saber o recordar. La vida de un militante citadino de clase media baja universitario que se involucró en las luchas democráticas desde temprana edad. Ímpetu que nunca me abandonó.

Va pues este refrito con muy leves cambios.

                                                          Acapulco, Gro. 2 de octubre 2018.

 

En memoria de Fernando Hernández Chantre, vecino, huérfano, obrero en la mañana y estudiante en la noche. Arteramente asesinado el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas.

En memoria de José Bonfilio Cervantes Tavera, condiscípulo universitario entrañable amigo y compañero de lucha durante el movimiento estudiantil de 1968. Desaparecido Político.

 

RAFAEL TREJO MORENO    /

 

Gustoso acudo al llamado de los que buscan reconstruir la historia a partir de indicios mínimos, desde la memoria de quienes, sin ser líderes o importantes ideólogos, nos entregamos a la lucha social que instintivamente considerábamos adecuada para alcanzar una vida digna para todos.

Se trata de un breve relato plano, lineal, sobre algunas experiencias políticas en forma de imágenes que intermitentemente asoman por mi memoria desde mis años infantiles hasta el movimiento del 68. Sobre todo para destacar que mi participación en ese movimiento no fue fruto de una generación espontánea. He prescindido de cualquier tentación teórica o profundidad reflexiva, no solo porque me siento incapaz para ello, sino porque se alejaría de su propósito fundamental: el testimonio de un peón de la historia política; vacilante en muchas decisiones, pero pertinaz en sus convicciones.

Nací en la ciudad de México en 1947 dentro de una familia modesta, hibrida, jacobina por la vía paterna y católica por la materna; mi infancia se desarrolló entre las calles de Donceles, Republica de Chile y la legendaria calle Santa Veracruz en el centro de la ciudad.

Mi primer contacto con la política fueron los ecos de diversos movimientos sociales de mi contorno, tales como el de los ferrocarrileros, maestros y otros que por la ubicación de nuestro domicilio confluían en sus alrededores, concitando, como es natural, discusiones o comentarios familiares constantemente a fines de los años 50; pero fue la Revolución Cubana la que atrajo y fijó mayormente mi atención por las pasiones que despertaban las posiciones favorables y adversas de esa histórica revolución, lo que me lleva a ir tomando necesariamente partido y seguir su trayectoria.

Para 1960 ingresé a la secundaria en ese peculiar programa denominando Iniciación Universitaria de la UNAM del que no sé si todavía exista como tal, en la Preparatoria No. 2, que hoy lleva el nombre de Erasmo Castellanos Quinto, en honor a uno de los mejores cervantistas y ameritado profesor universitario. Tal programa consistía en englobar la enseñanza secundaria y preparatoria (5 años).

Esa generación fue peculiar, entre otras cosas, porque hizo coincidir a muchos jóvenes proclives a las tendencias revolucionarias o simplemente inconformes contra todo; algunos de ellos hoy son destacadas personalidades en el mundo político y de la cultura, entre los cuales sobresalen Pablo Gómez Álvarez, impetuoso parlanchín; Joel Ortega, talentoso calculador y buen orador; Eduardo Valle Espinoza El Búho, bromista y talachero, hoy desgraciadamente fallecido; y muy especialmente, José Bonfilio Cervantes, luchador abnegado y sin reservas, sin duda una promesa malograda con quien cultivé una estrecha amistad que se prolongó hasta su desaparición, además de compartir con él una gran experiencia del movimiento del 68. Juntos le hicimos el “mundo de cuadritos” a los grupos oficialistas (porros) que tradicionalmente ejercían control sobre la comunidad estudiantil en actividades por demás frívolas. Recuérdese la artificiosa rivalidad contra los politécnicos.

Las condiciones políticas en el país, y fuera de él, en aquel entonces favorecieron la polarización, exacerbación y ridiculización de las posiciones ideológicas entre el estudiante y entre algunos profesores; desde los conscientes o inconscientes apólogos del sistema (priistas) hasta los noveles “marxistas”, pasando por fervientes católicos y hasta fascistas. Estas posiciones se expresaban de diversas maneras como:

  1. Formación numerosa y plural de “Grupos Culturales” (recuerdo el nuestro, José Martí…)
  2. Concursos continuos de oratoria (recuerdo la pelotera cuando Joel Ortega perdió el primer lugar a manos de un priista por favoritismo de la dirección, o al menos eso fue lo que se dijo).
  3. Elecciones de planillas estudiantiles (recuerdo la pachanga que se armó cuando derrotamos a la planilla oficial).
  4. Debates públicos sobre libros polémicos (recuerdo, por ejemplo, el libro de Salvador Borrego La derrota mundial, que provocó su lectura masiva; apasionado debate, auditorio lleno y desde luego uno que otro manotazo e imprecaciones a granel antes de ser suspendido).

Esta situación alentó la presencia del Partido Comunista a través de la fundación de células de la juventud comunista (JC), que agrupó a miembros formales y a simpatizantes como yo.

Pero las tareas no se limitaron al ámbito escolar, sino que transcendieron al exterior en forma de manifestaciones de apoyo a la Revolución Cubana, a Vietnam por la libertad, a los presos políticos, etc.

Para ejemplificar los ánimos por los que en aquellos días vivimos, referiré la siguiente anécdota:

Una tarde José Bonfilio, desde el segundo piso de la escuela que daba al patio central, exhortaba a participar en una manifestación de apoyo a Vietnam y contra el “Imperialismo Yankee”. Ante la indiferencia mostrada por los jóvenes a su invitación, traspasó el barandal y amenazó con lanzarse al vacío de mantenerse en esa actitud. Ese inusual método de atraer la atención logró efectivamente su objetivo, pudiendo sacar finalmente un magro contingente. Conociendo el temperamento de Bonfilio, creo que sí hubiera sido capaz de cumplir su amenaza; tal era el espíritu de entrega a “la causa” de muchos de estos jóvenes militantes.

Aun cuando mi interés por la política izquierdista era creciente y cada vez más sólido, generalmente me limité a seguir las determinaciones que la célula tomaba y a la amistad más o menos cercana con algunos de sus miembros, es decir, nunca fui un cuadro destacado, ni un ideólogo u organizador, ni mucho menos de tiempo completo como ellos, ya que mi lado “fresa” reclamaba y ocupaba gran parte de mis actividades y tiempo como las novias, las tardeadas, el rock, el Bicho (billar), etc. Durante ese tiempo adquirí dos adicciones que me han acompañado hasta este momento: lector voraz y fumador compulsivo…

En 1964 culminé mi hermoso e inolvidable ciclo preparatoriano. Gran parte de mis amigos activistas con quienes tuve oportunidad de compartir concluyeron un año más tarde.

En 1965 ingresé a la Facultad de Derecho en la UNAM; aun cuando fui aceptado sin problemas, me sumé a las protestas de estudiantes rechazados cuando casi se estrenaba la perniciosa política de restringir el ingreso a la educación superior y que hoy constituye una tragedia nacional.

Políticamente mi primer año en la facultad fue anodino, desligado de mis camaradas y dentro de un ambiente “aburguesado” de ricachones, personajes dedicados a la academia neutra o proyecciones hacia el éxito profesional; todo ello apaciguó mis actividades políticas, no así de mis convicciones que se nutrían por la lectura incesante de libros, diarios, revistas, folletos de la temática más diversa; todo lo que alentara mis utopías y sueños dogmáticos.

En 1966 algunos acontecimientos me sacaron de ese limbo político en que me encontraba: el movimiento estudiantil que expulsó al Dr. Ignacio Chávez de la rectoría y en el que lamentablemente participé, sin advertir oportunamente su carácter bastardo que en realidad obedecía a una perversa conspiración procedente de un sector gubernamental; hecho que me hizo más cuidadoso y analítico sobre el contenido político de los movimientos sociales (bueno, de algo sirvió); pero fue el movimiento médico de ese año por el que volví a tomar interés real en la política; por la legitimidad de su contenido, el significado de que era portador hacia el futuro, pero sobre todo por la cercanía familiar con uno de sus dirigentes: el Dr. Jorge Vélez Trejo (fallecido hace algunos años) quien no solo fue despedido de su empleo en el IMSS, sino perseguido y prácticamente expulsado del país por algunos años; el movimiento de reforma universitaria en Michoacán encabezado por el Dr. Elí de Gortari, así como los ecos de la terrible matanza de copreros en Acapulco, constituyeron temas que captaron mucho mi atención y preocupación; sin embargo, dos acontecimientos más habrían de influir decisivamente en mi conciencia política:

Una prolongada entrevista que alguna vez sostuvimos en la penitenciaria con Valentín Campa y Demetrio Vallejo durante una visita que hicimos un grupo de estudiantes de derecho por parte de la facultad, y la asistencia a algunas audiencias en los juicios seguidos contra destacados líderes obreros y revolucionarios; quedé azorado de cómo acusadores soberbios eran transformados en verdaderos gusanos ante la contundencia y firmeza de los argumentos esgrimidos por los acusados.

Sin embargo, todas esas vivencias practicas e ideológicas, ricas per se, no lograron trascender mi ánimo casi anarquista, individualista y en general opositor a todo principio de autoridad, lo que me convirtió en una activista fiel pero reacio a cualquier forma de organización y disciplina.

 

HACIA EL 68

Desde 1965 trabajé en unas oficinas de correos que funcionaban en el Edificio de la SCOP en la Colonia Narvarte. Mi horario me obligó a tomar clases en la mañana y por la tarde; el ambiente que ahí prevalecía contrastó radicalmente con el escolar y vecinal al que estaba acostumbrado. La edad y los hábitos de mis compañeros dificultaron en un principio mi relación con ellos, pero poco a poco ese mundo burocrático me fue abriendo un abanico de nuevas experiencias, hábitos y desde luego de mujeres ofertantes de amplias facilidades amorosas; el póker, el hipódromo, el alcohol, la farra, fueron formando parte de mis pasatiempos.

Estas corrientes me llevaron a relacionarme con una dama de edad madura, viuda, que residía en el centro de Xochimilco, lugar al que, como es de suponerse, me hice asiduo visitante hasta prácticamente convertirme en vecino definitivo ante el escándalo lógico de mi familia. Toda esa larga introducción tiene sentido, porque fue en ese lugar donde realicé gran parte de mi actividad política durante el Movimiento del 68. Entre las calles de Madero y 16 de septiembre de esa localidad estaba establecida una pequeña peluquería, propiedad del Sr. Mario Peniche, con quien entablé una breve pero intensa amistad. Era un hombre ya maduro, ferviente admirador de la Revolución Cubana y de Fidel Castro, por lo que a la menor provocación nos narraba sobre un viaje que realizó a La Habana algunos años atrás y de la que conservaba unos viejos y usadísimos calcetines de color rojo y negro con la leyenda “26 de julio”, bordada en hilo blanco, prendas que hacían evidente múltiples zurcidos de reparación y que lucía orgulloso con las valencianas de los pantalones muy alzadas. Los diálogos se prolongaban por muchas horas entre clientes enfadados y otros amistosos; los contertulios iban creciendo en número hasta llegar a reunirse más de diez regularmente, algunos eran maestros y otros burócratas. Si bien el tema de la Revolución Cubana no fue olvidado, sí pasó a segundo término para dar lugar a la política nacional y local.

Por alguna razón que hoy no recuerdo, ese año (1968) no asistí, como era mi costumbre, a la manifestación conmemorativa del inicio de la Revolución Cubana (26 de julio) convocada por el Partido Comunista. Sin embargo, alguien informó que esta tarde había sido reprimida la demostración cuando coincidía con otra de estudiantes que habían sido golpeados por la policía. Al día siguiente fue el comentario en todas las escuelas de la universidad donde se anunciaba ya de otras protestas contra la brutalidad policíaca y se procedía a la formación de comités de lucha.

Una de esas tardes de preparación me encontré en la facultad a mi viejo amigo, José Bonfilio, que era parte de una comisión que promovía las acciones acordadas. Hablando largo sobre el movimiento que se iba gestando y el informe del grupo de amigos que nos reunimos en Xochimilco, por supuesto, lo invité a visitarnos, a lo que de inmediato aceptó.

Se preparaba la manifestación del 27 de agosto y mi intención era lograr un buen contingente de Xochimilco. La reunión presidida por Bonfilio, de información y organización, fue muy buena por su número y emotividad, sin embargo, el contingente que esperábamos no se logró y sólo marcharían unas 15 personas.

No voy a abundar sobre la trascendencia de esta manifestación: el Zócalo lleno, el izamiento de la bandera rojinegra en el asta mayor, el tañido de las campanas de la catedral; de los discursos no me acuerdo, excepto la desafortunada propuesta (aprobada) de permanecer en el zócalo a esperar el informe presidencial; los grupos de estudiantes dispersos por toda la plataforma, entre ellos el que se organizó alrededor de Oscar Chávez al son de ese arreglo curioso de una canción colombiana (“se va el caimán, se va el caimán, se va para la… guerrilla…”) y finalmente el desalojo por la milicia como a la una de la madrugada.

Se extendía la directriz: reunirse en las escuelas para discutir la situación; fue impresionante ver los auditorios pletóricos de Ciudad Universitaria a las 3 de la mañana; supongo que igual ocurrió en el Politécnico y otras instituciones. Yo tenía un pequeño automóvil Renault al que “por motivos de seguridad” cubría las placas con pedazos de cartón que encontré tirados, pero delataba los restos de una pancarta de la que podía inferirse fácilmente que decía “forma tu brigada” (de esto me di cuenta después). De regreso a las asambleas citadas, como a las 5 de la mañana, camino a mi casa, pasé por el Zócalo con toda confianza; estaba lleno de todas clases de policías, soldados, judiciales resguardando la labor de limpieza que realizaban los trabajadores de limpia del Departamento del Distrito Federal.

Al otro día me di cuenta de que había olvidado quitar los cartones con los que traté de proteger “mi seguridad”.

José Bonfilio era un destacado activista de la juventud y del Partido Comunista, y se convirtió desde luego en un enlace eficaz y consecuente entre esa organización y el movimiento ya formado con el grupo de incipientes, pero muy activos, camaradas de Xochimilco; presidía en las reuniones, cada vez más numerosas por cierto, llevaba la propaganda que se distribuía rápidamente por todos lados (yo creo que hacían “pegas” de carteles después de las asambleas porque, al otro día temprano ya estaban tapizados todos los muros disponibles del poblado); realizamos dos o tres mítines y especialmente recuerdo uno con la representación del Consejo Nacional de Huelga, que alcanzó a reunir no solo a muchos (cientos) asistentes, sino porque logró altos momentos de emotividad y solidaridad. En esa ocasión organizamos el acto frente al mercado, sobre la calle 16 de septiembre. Llegaron pequeños grupos de estudiantes en vehículos, por cierto, de la UNAM, entre los que se encontraba Pablo Gómez (¿dónde no ha estado este cabrón?) quien sería el orador principal, y los demás hacíamos diversas tareas como repartir volantes y pasar a pedir la solidaridad económica, tarea que me correspondió hacer.

Me resultaba imborrable la imagen de los humildes que vendían en el mercado, extrayendo escasas monedas o billetes muy apretados que cargaban en un paliacate para entregárnoslos, no sin muestras de temor. Poco más tarde hicieron su aparición, al fondo de la calle, tres o cuatro julias (vehículos para transportar granaderos) llenos de agentes con la pretensión inequívoca de disolver por la fuerza la reunión.

Se produce otra escena indeleble: de manera espontánea, y al mismo tiempo, como obedeciendo a una orden predeterminada, los asistentes ocuparon el arroyo de la avenida para obstruir el paso de los autos policíacos y por el otro lado allanaron el paso para facilitar nuestra huida, como ocurrió efectivamente.

Otra curiosa anécdota de esos días: en aquellas reuniones se mencionaba frecuentemente a “don Fide” (¿Fidel?, ¿Fidencio?) un anciano campesino líder regional al que se proponía siempre invitarlo, pero cuando se hizo, se mostraba reacio y desconfiado con nosotros (posiblemente por pertenecer a alguna organización campesina oficialista), pero al mismo tiempo muy resentido por haber sido afectado severamente en sus chinampas, ante las expropiaciones gubernamentales para la construcción del espacio destinado a las competencias de regatas olímpicas de Cuemanco. Sin embargo, una ocasión junto con Bonfilio, regresábamos de una de las muchas actividades propias del movimiento y como recordarán mis contemporáneos, era usual el uso de distintivos como forma de solidaridad, identidad y de apoyo económico; (estos “distintivos” se imprimían regularmente en rústica tela serigrafiada con efigies de diversos héroes nacionales, con frases que aludían al movimiento y que por una módica cooperación, una bella compañera lo prendía en la camisa, así que era imposible rehusarse). Por enésima ocasión fuimos a buscar a Don Fide, mantuvo su negativa, pero en cuanto vio la figura de Zapata en nuestras camisas cambió completamente su actitud, como iluminado; no solo accedió acudir a la cita, sino que propuso que la próxima la realizáramos en su casa. Claro, para ello tuvimos que escuchar pacientemente más de dos horas sobre sus aventuras zapatistas de juventud.

La siguiente reunión se celebró ciertamente en su casa, ubicada en un villorrio escondido y casi inexpugnable de Xochi. Grande fue nuestra sorpresa, pues cuando llegamos ya nos esperaba un nutrido grupo de campesinos que pertenecían a 12 de las 14 subdelegaciones que entonces componían esa población. Era 1 de octubre, mi amigo el peluquero, don Mario, en un arranque emotivo propuso al iniciarse la reunión, junto con el profesor veterano othonista de apellido Rojas, darle al grupo una organización y un nombre. Nombramos mesa directiva, que presidió Don Mario y él mismo propuso el nombre: Frente de Liberación del Sur Primero de Octubre, con la aprobación unánime. Posteriormente distribuimos propaganda para la manifestación del día siguiente y se dieron los detalles de la misma, así como el itinerario: Plaza de las Tres Culturas-Casco de Santo Tomás. Poco antes del mitin, sobre la avenida San Juan de Letrán a la altura de la Secretaría de Relaciones Exteriores, vi de lejos a “Don Fide” repartiendo volantes que sacaba debajo de raído jorongo.

 

EL MITIN

Por esos muertos, nuestros muertos, pido castigo.

Para los que de sangre salpicaron la patria, pido castigo.

Para el que dio la orden de agonía, pido castigo.

Para los que defendieron este crimen, pido castigo.

                                                                                          -Pablo Neruda

El 2 de octubre, como era mi costumbre, salí a las 2 de la tarde de mi trabajo; pasé a buscar a mi muy querida amiga Marcela Mercado Pezzat con quien durante mis años preparatorianos había vivido un romance muy adolescente y platónico, posteriormente la vida nos llevó por derroteros diferentes, pero salvamos unas amistades profundas, y aunque tengo más de cinco años de no verla, le sigo guardando un gran cariño y respeto. Pues bien, ese día pasé a su domicilio que estaba por el viejo circo Atayde, en la Colonia Postal, cerca de mi trabajo, para ir a comer a casa de mi familia y después irnos a la movilización. Mis hermanos Enrique y Rubén, así como Marcela y un grupo de vecinos del mismo edificio entre los cuales iba Fernando Hernández Chantre, festivamente nos dirigimos a la Plaza de las Tres Culturas ajenos a la criminal decisión tomada desde el Palacio Nacional con anterioridad.

Llegamos a la plaza por la avenida San Juan de Letrán como a las 5 de la tarde, vimos camiones militares con tropa, apostados sobre esa avenida; no nos alarmó puesto que ya estábamos acostumbrados a su presencia.

Nos mantuvieron en grupo, en el centro de la plataforma, mientras escuchábamos la información preparatoria del acto, cuando escuchamos que alguien decía por el micrófono que, debido a la creciente presencia de soldados, la manifestación anunciada se cancelaba para evitar provocaciones, que se realizaría solo en un mitin y se disolvería a la reunión. En ese momento me encontré con otro buen amigo, estudiante de administración de empresas en la UNAM, de apellido Escoboza a quien le pedí acompañarme a buscar a Bonfilio para ponernos de acuerdo en las próximas acciones, así que me separé del grupo… Poco después vimos luces de bengala en el cielo, lanzados desde un helicóptero e inmediatamente después escuchamos los primeros disparos secos, repetidos e irregulares que delataban la cercanía o lejanía de los mismos.  Me negué a creer que fueran tiros de verdad, fue cuando advertí que el pánico comenzó a apoderarse de la muchedumbre. Me quedé paralizado, sin saber si regresar al lugar donde había dejado a mi gente o tratar de huir. La primera decisión fue regresar, y a eso me dispuse, cuando un empellón fuerte acompañado de la voz de Escoboza dijo “córrele cabrón, vámonos a la chingada porque los balazos son de verdad”; casi a jalones me obligó a correr, a intentar refugiarnos en el edificio Chihuahua que ya estaba pletórico y con todos los accesos cerrados, así que tuvimos que huir desesperados, tropezando con todo tipo de objetos, saltando matorrales de una altura tal que en momentos normales me resultaría imposible de hacer, así, hasta salir a la avenida Reforma. Sin más, nos metimos en un automóvil sin preguntar ni decir nada. Nuestra acción y seguramente las expresiones de terror reflejadas en nuestros rostros, así como la agitación general que se sentía, dejó perplejo al conductor, pero tampoco preguntó ni dijo algo; sin embargo, por la tentación e incertidumbre sobre la suerte de mi familia y mis amigos, me volví con una fuerza tal que al llegar a la glorieta de Santa María de Redonda me apeé e intenté regresar, pero el acceso ya estaba cerrado por el ejército. Al poco rato comenzó a congregarse mucha gente, eran familiares, en su mayoría, de los asistentes al acto que preguntaban casi enloquecidas por sus hijos o familiares.

La escena era dantesca y contrastaba con la expresión pétrea, cínica y hasta casi burlona de los soldados que resguardaban el acceso.  A las ambulancias de la Cruz Roja se les impidió el paso, franqueándoselo sólo a los camiones de sanidad militar. La intención era obvia: tratar de ocultar la magnitud del holocausto; me llamó la atención que a diferencia de los “milicos”, el cuerpo de granaderos que también resguardaban el lugar mostraba una impaciencia tal que los hacía moverse constantemente girando la cabeza de un lado a otro como “sorprendidos sin saber qué hacer, como sabiéndose víctimas y cómplices de un engaño criminal”. Todo esto, más el incesante ulular de sirenas y el fragor del tiroteo, más los gritos enloquecidos del otro lado de la calle, formaban un cuadro inefable de dolor.

Tratando de recuperarme un poco pensé en dirigirme a casa, cuando me topé con una turba de jóvenes, presos como yo de ira e impotencia, rabia que clamaba venganza; me sumé a ellos y enfilamos hacia las calles de Allende gritando imprecaciones e incoherencias cuando encontramos un tranvía (¿o trolebús?, no recuerdo) en la esquina con Belisario Domínguez, el caso es que a empellones bajamos al conductor y a los pocos pasajeros que llevaba… Y el vehículo ardió. Nunca supe quién ni cómo. Inmediatamente después nos disolvimos por diferentes rumbos, creo que nadie se conocía, por lo que todo parecía una acción espontánea para curar inútilmente nuestra frustración. No recuerdo si fui primero a casa de mi hermana que vivía en la calle República de Chile o de mis padres en la Santa Veracruz, el caso es que me enteré que la señora Delia, madre de mi amiga Marcela, había estado en mi casa buscando el paradero de su hija pues el noticiero Excélsior, en la televisión, había dado ya cuenta de los acontecimientos. Desaparecería del aire el célebre noticiario.

La familia de mi vecino Fernando Hernández Chantre, sobre todo su abuelita (Doña Mary, apenas fallecida), me asaltó al llegar con las preguntas angustiadas propias del momento. Después llegaron mis hermanos, o al menos supimos de alguno mis hermanos, o al menos supimos de alguno de ellos por teléfono. No sin problemas, pero había escapado de la masacre. Al día siguiente supe que a mi amiga Marcela la aprehendieron esa noche, pero como a las 5 de la mañana fue liberada por falta de cupo, en la cárcel de Santa Marta y también me enteré con profundo dolor de la fatal suerte de Fernando, que fue identificado por mi hermano Enrique al otro día, en la Tercera Delegación de Policía, allá por Garibaldi, con un tiro en la cabeza tan certero que la identificación se basó en una vieja cicatriz en la ingle, fruto de una accidente infantil del que tiempo atrás muchos fuimos testigos. Sobre esta muerte, la versión de los acompañantes (el grupo del que hablamos atrás) fue: “al iniciar los disparos el grupo, al principio, no se dispersó, decidiendo no correr sino tirarse al suelo con la cara hacia abajo y las manos en la nuca”. Así se mantuvieron un largo rato. En una de las escasas pausas y seguramente cansancio o por mera curiosidad, Fernando levantó la cabeza tratando de ver; así lo hizo saber a otro vecino (Alfredo, su primo) cuando cayó desplomado. Los demás aterrorizados por la visión, se arrastraron hacia diferentes “rumbos”.

A mi amigo Escobaza nunca lo volví a ver, aunque después supe por mis amigos comunes que estaba bien. A mi amiga Marcela, no la vi sino mucho después; un sentimiento de vergüenza y de culpa me lo impedía, aunque después nos reuníamos cada año para evocar nuestro “segundo nacimiento”. A Bonfilio lo aprehendieron y junto con otros, los desnudaron colocándolos en fila junto a los muros de la iglesia, antes de conducirlos al campo militar número uno, de donde fue liberado al día siguiente.

A los pocos días fuimos a Xochimilco a buscar a nuestros camaradas que nos recibieron con recelo, excepto Don Mario, el peluquero; Don Fide de plano se negó a recibirnos. No supe más de él. Así nació y murió, casi al mismo tiempo, ese efímero pero intenso pedazo del movimiento nuestro en Xochimilco.

Poco tiempo después, Bonfilio me habló por teléfono y nos quedamos de ver en la Ciudad Universitaria. Hablamos largamente sobre la experiencia pasada y las perspectivas. Su determinación era clara: “frente a este gobierno hay que radicalizar las posiciones”; era su expresión reiterada en esa conversación en la que, supongo, estuvo observando si mis expresiones eran afines o no con sus conclusiones. Seguramente mis vacilaciones y temores sobre el devenir lo hicieron desistir de una invitación directa a “las posiciones radicales”; “yo te llamo” dijo, y se despidió. No lo volví a ver y no supe de él, hasta que apareció profusamente difundida su fotografía, junto a otras, en un cartel, entre las que estaba también su hermana. Se les buscaba como miembro de una organización clandestina, Liga Comunista 23 de septiembre; espero equivocarme, pero estoy convencido que fue víctima, como otros muchos, de esa guerra sucia que el gobierno emprendió contra ciertos jóvenes cuyo número fue mayor al de los sacrificados en la Plaza de las Tres Culturas.

No tenemos una idea de cuántos fueron a los que asesinaron, dónde lo hicieron, las órdenes y quiénes las ejecutaron, quién las financiaba… Muchas respuestas quedan pendientes, lo que significa una enorme deuda con la sociedad; nadie puede hablar en este país de democracias ni transiciones si no se aclaran estos crímenes de estado.

Conservo una fotografía en donde aparezco acompañado de unos parientes y amistades pseudo periodistas en la que mi expresión facial y la copa en la mano delatan mi estado etílico. Esa francachela duró desde mediodía hasta bien entrada la noche. Coroné la jornada envuelto en unos cálidos brazos femeninos. Atrás del impreso puede leerse: “10 de junio, 71” ¡Puta madre, otra matanza se había consumado!

Como era lógico, perdí mi trabajo porque consideraron que hacía un uso excesivo de propaganda “inconveniente”. En verdad no lo lamenté. Deambulé de aquí para allá tratando de culminar mi carrera y ejercer mi profesión de abogado de la que fui un “fiasco”. Mi carácter y mis vivencias eran un obstáculo infranqueable para adaptarme al estilo de vida considerada como “normal”. En esas andaba cuando a través de una amiga, Luisa Urizar (recientemente fallecida), conocí a Carpóforo Cortés Barona, destacado militante del Partido Comunista, quien me invitó a participar en un nuevo proyecto que se estaba organizado en la Universidad Autónoma de Guerrero, invitación que acepté de inmediato como profesor de una preparatoria en Acapulco, la hoy Preparatoria No. 7 Salvador Allende Gossens.

Fue una decisión feliz, no solo porque me permití ejercer una labor compatible con mi vida pasada, sino que abrí para mí un nuevo universo en el que, desde el aula, desde el partido (ingresé formalmente al Partido Comunista Mexicano en 1973), desde el sindicato y desde las luchas por las causas justas, honré y he honrado a lo largo de 25 años la memoria de todos mis muertos, amigos y no amigos, familiares y no. Mi vida en la política ha sido algo así como quien ha visto los toros desde el ruedo. Este es mi patrimonio político moral.

Y erran una vez más, los que creen que asesinando jóvenes ayer, indígenas hoy, obreros y campesinos siempre, matan la esperanza…

Para terminar, vuelvo a Miguel Hernández porque no sé cómo explicarlo con mis palabras:

“…Pero la raíz más dura y vieja reverdece en herida al menor golpe”.

 

“No hay nada negro en esta muerte clara.

Pasiones y tambores detengan los sollozos.

Mirad, madres y novias, sus transparentes caras:

La juventud verdea para siempre en sus bozos.”

Miguel Hernández

“A pesar de la muerte, estos varones, con metal y relámpagos, igual que los escudos hacen retroceder a los cañones acobardados, temblorosos, mudos”

Miguel Hernández

Acapulco, Gro. Octubre 1994.

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