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* Los polleros ofrecen servicios a bajo costo, pero mientras continúan en el viaje el precio sigue aumentando

 

KAU SIRENIO  /

 

Seattle, 11 de abril de 2018. El viaje inicia en Los Ángeles, con engaños. A una cuadra de la terminal de autobuses, varios hombres que ofrecen raites a bajo costo, procuran pescar a algún indocumentado para ofrecerles traslado con seguridad hasta su destino.

–El viaje es barato y seguro; si no tienes visa no te preocupes, nosotros te llevamos sin problemas –ofrece un hombre panzón con cara de semanas de alcohol.

–¿Cuánto cuesta el viaje? –pregunta un muchacho desesperado por llegar a Madera.

–30 dólares; además, vas a viajar cómodo –contesta el enganchador.

Así se hacen los tratos en esta zona de Los Ángeles. Los polleros ofrecen servicios a bajo costo y garantías para los pasajeros, en su viaje.

Sin embargo, en el camino van incrementando la cuota. A los guatemaltecos le pidieron 300 dólares de Los Ángeles a Seattle, pero en el camino fue subiendo hasta llegar a 450 dólares.

Si los pasajeros no quieren pagar la tarifa final, son amenazados para que paguen, aunque esto no esté dentro de los acuerdos. “Ustedes vienen con guía, si no pagan, no se preocupen, de todos modos, sabemos dónde viven sus familiares en sus países”, soltó enojado Héctor, porque uno de los viajeros se fue sin pagar en protesta por el alza de la tarifa.

Kau Sirenio

Antes de viajar los enganchadores hospedan a los viajeros en un hotel hasta completar el grupo; a ellos nos les importa que algunos pasajeros tengan visa para viajar, sino la cantidad de personas que pueden juntar para llenar una camioneta donde meten de 10 a 20 pasajeros.

En esa travesía viajaron Eleazar, de El Salvador; Roni, de Honduras; Saulo, Wilmer, Neimi y Juan, de Guatemala, y Samuel, de Oaxaca. Los guatemaltecos tardaron dos meses y 17 días desde que salieron de su país, mientras que Roni y Eleazar demoraron menos, un mes con cinco días. El que corrió con más suerte fue Samuel, con una semana de recorrido.

La ruta final de los inmigrantes es el norte de California y los estados de Oregon, Washington e Idaho. Ese día, los nuevos avecindados viajaron en una Toyota roja durante 24 horas.

La red de polleros o coyotes se extiende en todo el país. Mientras Héctor viaja de Los Ángeles a Idaho, en Chicago contesta Martín, a quien identifican como el patrón; en tanto, Enrique espera en San Diego a otro grupo que viene de Colombia. Luis contestó en el auricular que iba a Florida, mientras que el Cristalino se encontraba en Las Vegas esperando otro paquete.

 

Timado por un coyote

Mientras iba a comprar mi boleto de camión para viajar a Olimpya, Washington, me habló la vicecoordinadora del Frente Indígena de Organizaciones Binacionales de Los Ángeles (Fiob), Odilia Romero, para decirme que en las afueras de la terminal de autobuses unos hombres ofrecen llevarme a Seattle, así que salí de prisa para acordar el trato.

Al llegar con la líder de la Fiob, me recibieron dos hombres, un moreno alto, de bigote, y un gordo, blanco, no tan alto, que platicaban con Odilia. “350 dólares a Olimpya”, adelantó el gordo.

Una vez que resolvimos el costo y la duración del viaje, los señores me llevaron a la contraesquina de la terminal, y me ofrecieron asiento en unos sillones viejos tapizados de cochambre y olorosos a orines. Además de ellos, había seis más ofreciendo transporte económico.

Así empezó el recorrido de 40 horas, en lugar de las 18 horas prometidas por los coyotes que sacan a pasajeros de la terminal con promesas falsas para ganarse sus dólares.

Desde que llegamos a la parada de los raiteros percibí que no cuadraba el reloj. Los enganchadores dijeron que en 10 minutos llegaría la camioneta; sin embargo, la espera consumió casi una hora.

–¿A qué hora nos vamos? –pregunté ante la demora.

–No te desesperes, en un rato llega la camioneta, tú relájate –contestó el moreno.

Así transcurrió el tiempo y la camioneta no llegaba. Mientras que los hombres seguían buscando clientes en la estación de autobuses.

Una hora después llegó una camioneta Toyota, coloro rojo, manejada por Héctor. Los grises de su cabellera, los surcos en la frente y piel marchita, certifican el paso de los años y los desvelos en las carreteras de Estados Unidos.

Con él venía Omar, de San Luis Potosí, que va de paso a Portland. Dijo que consiguió el viaje muy económico, que le habían prometido viajar en un coche de cuatro personas y que no se iba a demorar, pero a esa hora ya llevaba más de 20 horas esperando.

Antes de subir a la camioneta, los enganchadores pidieron a Héctor que les diera su comisión, a lo que él me pidió el dinero. No traía completo, así que le entregué 100 dólares y nos fuimos.

Mientras comíamos barbacoa de borrego a un costado de los diarios Los Ángeles Times y Corea Times, Omar dijo que nació en San Luis Potosí y que iba a Portland, Oregon. Comió rápido y tomó refresco; luego, abordó la camioneta que lo esperaba para llevarlo al hotel y de ahí a su destino final.

Sin soltar su mixiote, Héctor habla rápido para que no se le enfríe la comida. Dice que nació en Colima y trabaja de raitero (transportistas voluntarios). “Yo hago este viaje para ayudar a los paisanos para que no paguen mucho; como ven Grind Houd es barato, pero ahí hay mucho riesgo que la migra los detengan si no traen papeles”, dijo.

Después de la comida, Héctor nos llevó al hotel a esperar que cayera la noche para viajar a Seattle. Antes de llegar a la posada, pasó a comprar dos piezas de pizza: “Hay que llevarle algo de comida a los muchachos”, soltó.

 

Hotel

La primera vez que Omar cruzó la frontera tenía 17 años de edad; regresó a México a los 20 para casarse. Volvió a Texas a trabajar para pagar la deuda de la boda y se quedó tres años; al cabo de ese tiempo, regresó a San Luis a divorciarse.

Víctor viene de Aguascalientes y espera llegar a Seattle; llevaba dos días esperando en el hotel sin poder salir de allí porque teme que lo detengan; así que come lo que Héctor le lleva de comida.

Durante toda la tarde, Héctor habló por su teléfono móvil con Enrique; luego, con Luis y El Cristalino: “Ya tengo el paquete, pero el patrón quiere que vaya a Riverside por otros cuatro, pero yo no viajo con más de 10 personas, es muy peligroso así”, protesta en la conversación.

Adalid y Roni, hondureños, también esperan en la habitación; desde que salieron de su país llevan dos meses en el camino, entre amenazas de regresarlos si no pagan o entregarlos a civiles armados de Reynosa, Tamaulipas.

Adalid viajó primero a Alabama, donde vivió 10 años con una pareja con quien procreó dos niños. En 2015 lo deportaron a Honduras, donde dejó a su segunda pareja con un hiño. Ahora va a Seattle, Washington.

Los cuatro comparten las dos camas; cuando se cansan, se levantan y caminan entre cama y cama unos cinco minutos; luego, vuelven a acostarse para intentar dormir, sin lograrlo. Mientras que Héctor sólo alarga más la hora de salida: “Esperen, muchachos, nos vamos en una hora, sólo les cambio las llantas a la camioneta y nos vamos”.

Dieron las 10 de la noche y nada que salía el viaje. Después de media hora apareció con Eleazar, salvadoreño de 18 años de mediana estatura. Le llevó cinco días llegar de El Salvador a Los Ángeles; antes pasó por Houston, Texas.

En este tipo de viajes nadie se conoce. Aunque sean familiares, siempre niegan cualquier parentesco; también, cambian de nombre y de nacionalidad. No llevan equipaje, ropa ni teléfono celular. A pesar de estar en territorio estadunidense, aún son víctimas de los polleros que les cobran más que en cualquier transporte público.

A la 1 de la madrugada, llegó Héctor: “Súbanse a la camioneta, ya nos vamos”, ordenó.

Una vez que todos estuvimos en la ven (van), Omar y Adalid empezaron a cuchichear entre ellos. “Lo más seguro es que quiera subirnos en una ven grande; si es así, aquí hay que decirle entre todos que no vamos a viajar ahí porque es muy peligroso, en esa camioneta nos pueden detener rápido, la policía migratoria siempre detiene este tipo de carros”, dijo preocupado Omar.

Como lo pronosticaron Adalid y Omar, a 10 minutos de ahí, Héctor recibió otra llamada telefónica. «Donde mero está. Ah, en la esquina de tu casa… bueno, ya casi llegamos».

Después de la platica por celular, la van roja se detuvo en la acera de enfrente. Una van blanca para 16 cupos espera su vuelo. Todos descendimos de la Toyota roja y al unísono dijimos que no viajaríamos en la camioneta. La protesta duró poco, porque Roni y Eleazar tomaron sus cosas y se fueron en la van blanca.

Adalid dijo: “Yo me quedo, no voy arriesgar todo lo que pagué para que lo eche a perder todo aquí”. Omar secundó: “Yo también; dejé una deuda de 120 mil pesos como para endeudarme más”. Y se fueron a esperar.

A Héctor no le quedó de otra que hablar con Enrique:

–Oye, mano, dos muchachos no se quieren ir en la ven blanca; dicen que se quedan. ¿Qué hago con ellos?

–¿Entonces te quedas en hotel? –preguntó el chofer a Omar.

–Sí –contestó.

–El hotel vence a las 11 de la mañana, si ya está cerrado tú lo pagas.

–¿Cuánto cobran? –quiso saber Omar.

–A nosotros nos cobran 80 dólares; a ti, como a 70. Los dejo con Enrique, nos espera en el 065.

Por fin reanudamos el viaje. Víctor, Adalid y Omar se quedaron en Los Ángeles con Enrique, mientras que nosotros seguimos la travesía.

Guatemaltecos

La camioneta blanca se estacionó entre la oscuridad de una gasolinera. Sobre la carretera aledaña se ven a los lejos las torretas de las patrullas, mientras que en la tienda salían cuatro jóvenes, sin nada en la mano. Al subir al vehículo, los dientes les castañeaban por el frío invernal de California.

Cuando todos entraron a la camioneta, Héctor preguntó a los nuevos pasajeros:

–Tú vienes con Martín, ¿verdad?

–No –dice el guatemalteco–; el que me recogió es un señor ya grande, de bigote.

–Un gordito él –inquiere Héctor.

De Riverside, regresamos de nuevo a Los Ángeles. Héctor dijo que cambiáramos de carro para ir más cómodos. Ya dieron las 4:00 de la mañana y no salimos de Los Ángeles.

El sueño venció a todos mientras que en el estéreo se escuchaba Camelia, la texana, del grupo popular mexicano Los Tigres del Norte. Los guatemaltecos pronto cayeron rendidos de sueño. Ya no les preocupaba nada. Están a horas de lograr su meta.

Tres horas después, todos despertamos en Madera, California. Héctor esperó a que llegara Samuel para completar el viaje. Samuel vino de Oaxaca; cruzó en la frontera de Mexicali. Dice que anduvo cuatro días con la misma ropa que usó al cruzar el canal de aguas negras de Calexico, California.

Mientras viajamos en la carretera de California, el viaje fue muy lento; todos íbamos con hambre y no se veía llegar la hora, hasta que por fin llegamos a Trace, una pequeña ciudad que conecta a San Francisco y Sacramento. Allí, a las 11 de la mañana, se quedaron el salvadoreño Eleazar y el guatemalteco Neimi.

Mientras esperábamos a Héctor, que fue a comprar a una tienda de autoservicio, bajé de la camioneta para estirar los pies; al subir de nuevo, todos quedaron en silencio, nadie hablaba ni se movía; el miedo empezó a reinar en el pequeño compartimiento hasta que el chofer regresó con dos pollos rostizados y tres bolillos.

–Juan, alcánzame un pedazo de pirujo (bolillo) –pidió Wilmer.

Mientras avanzaba la van roja, los demás se encargaron del pollo rostizado hasta que terminaron de almorzar y se durmieron. En Roserburg, Oregon, los pasajeros empezaron a pedir de comer y agua; lograron una sopa instantánea y café.

En Woodburn, Héctor pasó por Felipe; ya en la plática, dijo que fue a ver a su mamá a esa ciudad para celebrar sus 51 años. “Mi mamá llegó de Colima para celebrar mi cumpleaños, si gustan llevo comida; está fría, pero sirve”, ofreció.

Medio somnoliento, Saulo empezó a contar su travesía desde que salió de Guatemala a Reynosa, México. “Hicimos siete días de camino, de Guatemala a Reynosa; nos tuvieron un mes y 17 días en una bodega en Tamaulipas; luego que cruzamos la frontera: nos llevaron a Mc Allen, Texas, y de ahí a Houston; de ahí a Riverside. En total de viaje fue de dos meses 10 días y no llegamos”, relató.

En medio de la plática llena de anécdotas, Felipe saca de entre sus cosas, ropa y zapatos y se los ofreces los guatemaltecos, que tiemblan de frío.

Wilmer dice que le quitaron la ropa y lo mandaron sólo en playera; con él caminaron Saulo, Neimi y Juan en el desierto dos días y dos noches. En la primera noche les tocó lluvia. “Ya no la queríamos; estuvimos a punto de entregarnos a la policía de migración; ya no podíamos caminar. Hubo un tramo que lo hicimos de rodillas; ahí dejamos los zapatos y salimos descalzos”, narra.

Cuando Roni llegó a Gresham, Oregón, le preguntaron si la persona que venía por él es su tío. El resto del grupo soltó una risotada. Él, sólo contestó que no lo conoce. “La verdad no sé si es él, hace muchos años que no lo veo”, dijo entre tristeza y júbilo a la vez, porque por fin llegó a su destino después de dos meses de viaje.

En el hotel, el hondureño tuvo que esperar dos días hasta que se completó el grupo de siete viajeros. Ahí, comió pizzas y hamburguesas, para no morir de hambre, porque en Los Ángeles, los indocumentados que esperan viajar no pueden salir a comprar comida o refrescos, así que comen lo que decida el chofer.

De los seis indocumentados que viajaron del sur para reunirse con sus familiares, ninguno de ellos fue recibido con abrazos. El encuentro fue más frío que la noche del viaje. Ni siquiera un hola. El anfitrión solo dijo: “¿Cómo estás?”.

 

Gresham

Al llegar a Seattle, se quedaron Saulo, Juan y Samuel; Wilmer siguió su camino otras 12 horas hasta Idaho.

El primero en encontrarse con su familia fue Juan, adolescente de 15 años que, de los cuatros guatemaltecos, tuvo mejor suerte. Su periplo duró un mes, desde que salió del departamento de Quiché.

Luego le tocó el turno a Samuel. Su hermano llegó por él en un coche Honda; fueron los únicos que se abrazaron, no sin antes de pagar.

Saulo tuvo que esperar a su hermano para pagar los 450 dólares, tarifa final que impuso Héctor para entregar el paquete. Al inicio del viaje, la tarifa era de 300 dólares; sin embargo, Héctor no cumplió. En Sacramento, aumentó a 350; en Portland, a 400, y en Seattle, a 450 dólares.

Diez minutos después llegó una camioneta blanca, esperó que Saulo abordara el vehículo y partió sin más de un arrancón. Héctor se quedó mudo al ver la osadía de los guatemaltecos, y de inmediato llamó al patrón, quien dijo que estaba en Chicago.

Segundos después de cortar la llamada, recibió otra, era del hermano de Saulo. Ya más repuesto y envalentonado, Héctor amenazó: “Si no pagan, no se preocupen, yo no pierdo nada; en cambio ustedes sí, se van con 450 dólares, y yo me los cobro triple. Recuerden que vienen con guía; a mí no me cuesta nada decirle al patrón que haga lo que tenga que hacer; al rato o mañana, a uno de sus familiares lo vamos a ‘levantar’. Ni crean que esto queda así”.

Después de la conversación telefónica, los hermanos regresaron a pagar, e incluso prometieron que no ocurriría un robo más. Héctor contestó lo mismo: “Sabemos dónde está su familia, ustedes dicen”.

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