Compartir

MIGUEL ÁNGEL ARRIETA

Acapulco, 05 de febrero de 2020.

Después de las 8 de la noche, los accesos y brechas de Taxco el viejo adquieren tintes de pueblo fantasma. Ningún vehículo o persona transitan en esa comunidad. Ni uno solo de sus habitantes se atreve a desobedecer el toque de queda impuesto por los Guerreros Unidos. Ahí, al igual que en las demás poblaciones cercanas, quien gobierna es el miedo.

En la localidad vecina de Puente Campuzano, lugar donde se localiza el trágicamente afamado Pozo Meléndez, se colocan a la misma hora retenes de grupos delincuenciales que autorizan entradas y salidas del pueblo. Vigilan también el acceso de la carretera que sube hacia la parte serrana de los municipios de Taxco de Alarcón e Ixcateopan de Cuauhtémoc. Es un camino asfaltado que enlaza a Icatepec, San Juan Unión, Temaxcalapa, Teucizapan y Amealco, entre otros pueblos.
Por lo pronto, en este radio los delincuentes autorizan hasta la realización de las fiestas patronales. En Taxco el viejo suspendieron la celebración anual del pueblo.
En la ciudad de Taxco de Alarcón, la extensión del dominio que ejercen los Guerreros Unidos, es un secreto a voces. De controlar Iguala, Tepecoacuilco, Huitzuco y Cocula, el grupo delincuencial amplió su perímetro de acción hasta los limites con Morelos y el Estado de México a través del municipio taxqueño y el de Buenavista de Cuellar.
Este crecimiento se detonó durante el gobierno municipal de Omar Jalil Flores Majul, actual diputado local y a quienes los habitantes señalan como socio protector de la organización criminal.
En cierta forma, un análisis realizado por el gobierno federal en el 2017 anotaba conclusiones que establecían indicios sobre los vínculos familiares o afectivos entre integrantes de la clase política de Guerrero y las diferentes expresiones delictivas que operan en el estado.
Lo sucedido hace dos semanas en Chilapa, donde se captaron imágenes de niños en entrenamiento de guarias comunitarios, debe ir más allá del drama derivado de la inseguridad y adentrarse en una revisión al contexto político electoral que ha empoderado a los criminales.
En realidad, de nada sirve disponer de un aparato logístico de vigilancia como la Guardia Nacional, o de las estrategias de investigación tecnologizada aplicadas por la Fiscalía General de Guerrero, si no se evita que desde el poder público se arme con protección política a los jefes delincuenciales.
El problema radica en la ausencia de voluntad para romper el círculo de intereses que –se presume- nace desde los abismales vacíos electorales que impiden vigilar milimétricamente el dinero utilizado en campañas electorales.
En la zona Centro-Montaña, el dominio del grupo Los Ardillos es relacionado con la permanencia en el poder del diputado local Bernardo Ortega Jiménez, hijo del fundador de esa organización, Celso Ortega Rosas, el Ardillo, capturado por autoridades, liberado por jueces y finalmente asesinado en un crimen atribuido a Los Rojos.
Bernardo Ortega Jiménez fue alcalde de Quechultenango en el trienio 2002-2005; posteriormente fue diputado local y presidente del Congreso del Estado. Su hermano, Antonio Ortega Jiménez, es el líder de Los Ardillos, el grupo que ejecutó e incineró a diez músicos en Chilapa en la segunda semana de enero.
En mayo del 2018, la candidata de Morena a la diputación local, Silvia Rivera Carbajal, reunió a esa aspiración luego de declarar ser amenazada por delincuentes para que abandonará la competencia electoral. Su lugar fue ocupado por Celeste Mora Eguiluz, actual diputada por el distrito XVIII local, hija del ex dirigente estatal del PRD, Martín Mora Aguirre, presidente municipal de Tlalchapa, y de Guadalupe Eguiluz, ex alcaldesa del mismo municipio.
La familia Mora Eguiluz ha gobernado Tlalchapa, literalmente, desde hace doce años. Primero como perredistas y ahora como morenistas: La esposa le entrega la estafeta a la hija, la hija al padre y así han establecido un feudo inexpugnable. Lo grave es que la familia es asociada por los habitantes de la región de Tierra Caliente con El Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, líder de la Familia Michoacana que mantiene un clima de terror en esa zona.
El tema de la criminalidad, por lo tanto, no solo es de las corporaciones o de la fiscalía; se trata también de un asunto de partidos, complicidad de órganos electorales y una supuesta indiferencia de legisladores.
Después de todo, los cárteles y bandas son apenas una extensión de una estructura criminal que solo se explica por el vacío predominante para evitar que el dinero de los delincuentes patrocine campañas electorales.
El alcance que ejercen estos grupos nunca hubiera sido posible sin el encubrimiento de actores del poder colocados ex profesamente para eso: la clave del problema radica en la total incapacidad oficial para evitar que la política y el miedo caminen agarraditos de la mano.

Compartir:

Dejar una respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here