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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO  /

 

La reciente visita a Acapulco del candidato presidencial de la coalición Por México al Frente (cuyos miembros siguen llamando “el Frente”), el panista Ricardo Anaya Cortés, mostró un aspecto hasta ahora inédito en el perredismo guerrerense: la tristeza.

El encuentro en el que participaron los tres partidos coaligados, PRD, PAN y MC, donde por alguna razón MC acaparó espacios para meter a sus militantes, tuvo la virtud de ser una reunión en la que la confusión ideológica estuvo presente y donde, pese al discurso muy bien estructurado del panista, parecía que se asistía a un velorio.

Para entender el asunto, hay que revisarlo en detalle. La confusión ideológica se mostró en algo tan simple como la vestimenta. Cuando Anaya se puso la camisa amarillo huevo del PRD, los panistas se sintieron defraudados. Es cierto que el hábito no hace al monje, pero en esas circunstancias, había un mensaje de concesión del panista hacia sus anteriores adversarios. En Acapulco ocurrió el fenómeno contrario, cuando algunos perredistas, marcadamente David Jiménez Rumbo y Francisco Torres Miranda, se vistieron de azul e incrustaron el logo amarillo del PRD; u otros, que suelen vestir de amarillo casi como uniforme de batalla, a ese evento llegaron vestidos de un pálido color hueso que dejaba reminiscencias del amarillo, pero súper rebajado. Esa fue la concesión inversa: de los perredistas al panismo, en el estado que ha sido más perredista del país.

Sin embargo, habría que dejar claro que la alianza del PRD con la derecha del PAN, no es realmente el problema, o lo que podría explicar la tristeza de los perredistas. Como suelen explicarlo bien los panistas, ya hubo alianzas de esta naturaleza en campañas anteriores, y solían ser exitosas. En Guerrero mismo, se hicieron alianzas de facto entre el PAN y el PRD para impulsar las candidaturas de Zeferino Torreblanca y de Ángel Aguirre Rivero; y en la elección del 2000, no pocos dirigentes perredistas de larga data en la izquierda llamaron al voto útil en favor del panista Vicente Fox. Y para más, también en Morena se cocieron habas y el partido de Andrés Manuel López Obrador hizo alianza con la derecha que representa el PES. La alianza izquierda-derecha, pues, no puede entenderse en esas condiciones más que una unión coyuntural para lograr un fin superior, en el que ambas posiciones políticas pueden coincidir.

Entonces, la tristeza perredista no va por ese lado. El problema es que, en este exacto momento, la alianza PRD-PAN tiene un significado diferente que en otras elecciones y un fin distinto. Cuando hubo otras alianzas similares se buscaba sacar por primera vez al PRI de Los Pinos, o de Casa Guerrero, o refrendar su salida. En esta ocasión la alianza PRD-PAN busca otra cosa: busca impedir el triunfo de Andrés Manuel López Obrador.

Todas las mediciones, oficiales o no, en el país y en el extranjero, dan cuenta de la posibilidad real, casi irreversible, de que López Obrador gane las elecciones. El PRI y “el Frente” en realidad están peleando por el segundo lugar. Para que alguno de ellos pudiera ganar, lo que se necesita es bajar a López Obrador de donde se encuentra. El PRD, asilado, desprestigiado, con Los Chuchos como único capital político, no tendría, solo, ninguna posibilidad de enfrentar al tabasqueño; por eso era importante la alianza con el PAN y con MC. Al menos, si no gana la presidencia de la República, no perderá tantas posiciones, o mantendrá más de las que iba a tener.

Pero esa lógica solo beneficia a las cúpulas. Los perredistas que en Guerrero dejaron a sus muertos, los que lucharon en 2006 por hacer ganar a López Obrador y se fueron al plantón en Reforma para defender su triunfo, y lo proclamaron Presidente Legítimo, y se mantuvieron firmes en 2012, y vieron asesinados, desaparecidos o encarcelados a sus parientes o amigos por formar parte de esta lucha, no hallarán mayor consuelo en que el PRD tenga más diputados o senadores de los que iba a tener si hubieran competido solos. En cambio, sí tiene significado el que esas posiciones -de las que solo gozará la cúpula chuchista– se hayan logrado gracias a la disminución de los votos de López Obrador, y quizá, su pérdida de la Presidencia.

¿Cómo puede entender un campesino, un colono, un comerciante, un perredista de base, que el hombre por el que luchó en 2006 y en 2012, se ha convertido en el adversario a vencer? ¿Cómo asumir que el proyecto por el que murieron sus hermanos, por el que otros fueron encarcelados, ahora es deleznable?

Hoy, para los perredistas de base, votar por Ricardo Anaya no es votar por la derecha; es votar contra la izquierda, es cerrarle el paso al proyecto por el que lucharon tanto, al proyecto de sus muertos, al proyecto de sus presos. Eso es difícil de entender, por eso los que se quedaron a recibirlo la semana pasada estaban tristes.

El voto por Anaya para esos perredistas es como un nuevo bautizo, solo que en la trinchera contraria, y sin tener posibilidad de ganar. Cuando más, servirá para ayudar a los Chuchos.

Así, pues, da tristeza. Se entiende.

En lo local, sin embargo, es otra historia, y esa se contará aparte.

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