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¿Y los niños qué?

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VERÓNICA CASTREJÓN ROMÁN  /

 

Dicen que la hebra se rompe por lo más delgado, y  el caso de  la  inseguridad y su atención, no es la excepción.

Preocupados por la ola de violencia que mantiene al país, en un continuo y doloroso zigzag de casos de crueldad extrema en los que lo mismo se habla de secuestros que de asesinatos, cobros de piso o de extorsiones, la atención se centra en  las acciones que realiza el Estado a través de políticas públicas focalizadas prioritariamente en la lucha contra el crimen organizado.

La violencia contra la violencia, pues.

Y ahí, en medio de todo ese accionar de balas, se entreveran algunos programas que pretenden privilegiar la prevención, como son el rescate de espacios públicos en colonias depauperadas tanto visual, como económicamente, o de intervenciones culturales en esas zonas deprimidas y asoladas por las multiplicadas bandas delictivas.

Y está muy bien que el gobierno se preocupe por plantearse una estrategia preventiva; pero esas acciones de prevención  dejan de lado la salud pública relacionada con las vivencias de la violencia extrema a la que está sometida una gran parte de la población, y de entre esa población, fundamentalmente la conformada por niñas, niños y adolescentes.

En Acapulco, los días aciagos cumplieron ya 11 años desde el día aquél en el que se registró una balacera en La Garita en la que participaron una banda del crimen organizado y policías municipales.

En esas fechas, los niños que cursaban el Jardín de Niños en Acapulco tenían entre 3 y cinco años, y las edades de los que iban a la primaria oscilaban entre los 6 y los  12 años. Es decir; todo ellos tienen ahora entre 14 y 22 años. Son adolescentes y jóvenes que en las colonias populares del puerto, sobre todo, crecieron al calor de una violencia cotidiana que no se limitó –en muchos casos- a gritos y golpes en sus casas, sino que rebasó sus muros y afloró en las calles en su diario transcurrir de su hogar a la escuela y de la escuela a su casa.

Muchos maestros son testigos de lo que en los patios de recreo se platican  los estudiantes: Desde el “¿viste el muerto que estaba tirado en la puerta de la escuela?”, hasta el “anoche no me dejó dormir la balacera, o mataron a mi papá o a mi hermano, o a mi primo”.

Los juegos infantiles tienen ahora otros roles: sicarios, pozoleros, comerciantes de órganos, violadores y “halcones”. Es su realidad pues, lo que les ha tocado vivir desde que empezaron a incursionar en el mundo fuera de las cuatro paredes de su hogar.

Las cifras son alarmantes: en 2010 la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados calculó la existencia de 25 mil niños reclutados por el hampa en México. Y fue ese mismo año cuando un muchachito de 14 años, El Ponchis,  como ejemplo del futuro que nos alcanza, confesó pertenecer a un cártel desde los once años de edad y tener en su haber cuatro asesinatos.

En octubre de 2011, conforme al reporte estadístico de la Fiscalía Especializada en Delincuencia Organizada, la participación de niños y adolescentes en actividades de vigilancia, monitoreo, custodia y sicariato, crece sistemáticamente y de forma progresiva, ya que de 20 casos en 2007, en octubre de 2011 ya se contabilizaba a 46 menores de edad trabajando para el crimen organizado en 14 estados, entre ellos Guerrero; desde luego la cifra actual (que no pude localizar) debe rebasar en mucho la dada a conocer en ese año.

Por si eso fuera poco, el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, en 2011, Luis González Placencia, calculaba en 4 mil los niños víctimas de la guerra contra el crimen organizado que lastima a al país entero.

Y en su informe de 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señala que “varios actores de la sociedad civil indican cifras que llegan a cerca de 2 mil asesinatos de niños, niñas y adolescentes entre 2006 y 2014, de los cuales la mitad sucederían en el curso de los presuntos enfrentamientos con la participación de las fuerzas de seguridad”.

Otro hecho espeluznante es el que revela la Red por los Derechos de la Infancia México (REDIM): en México, hasta 2014,  30 por ciento de las 23 mil 271 personas consideradas como desaparecidas o no localizadas, son niñas, niños y adolescentes.

Hasta ahorita hemos hablado de las consecuencias físicas de la crueldad en medio de la cual han crecido los niños los últimos 11 años. Pero, ¿qué pasa con su salud mental?, ¿cuál va a ser la consecuencia de tanta experiencia cercana a la violencia que no es una violencia como cualquier otra, sino de una  que deja huellas  de extrema crueldad?

¿Qué pasa con el dolor que deja en un niño la ausencia de un padre, una madre, una hermana que les fue arrebatada por una fuerza que los acosa y que muchas veces, lamentablemente, los hace suyos?

Son heridas que no se ven, pero que calan,  lastiman, confunden y estigmatizan. Es un dolor que puede enloquecer. No hay aspirina que lo atenúe;  al contrario, crece, se enconcha, hace nido ante una sociedad que no lo reconforta, que no lo comprende y que por lo tanto, no atiende.

Ese dolor del alma requiere la labor de cientos o de miles de psicólogos, porque el dolor callado se convierte en rabia y la violencia que se vive en la casa, en las calles y en la escuela, se acrecienta y genera más violencia.

Como dije al principio, la hebra se rompe por lo más delgado. He aquí los focos rojos, he aquí el germen que amenaza.  ¿A quién le toca?

 

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