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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO    /

 

Acapulco, 30 de agosto de 2022.

Ha de reconocerse, de entrada, el paso gigante que significa para el país la declaración de crimen de Estado para el caso Ayotzinapa, proferida por la Comisión de la Verdad para esclarecer ese oscuro episodio de la vida del país, a través de su presidente el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas.

Sin embargo, es necesario también poner sobre la mesa una serie de dudas que deja la nueva versión de los hechos que rodearon a la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa y el asesinato de seis personas en Iguala el 26 y 27 de septiembre de 2014.

Son varias, por eso habrá que ir directamente al grano.

La primera, y principal, es que la Comisión de la Verdad no logra establecer cuál fue el destino final de los estudiantes. Asume que fueron asesinados, pero, ¿dónde están sus restos? ¿Cómo exactamente ocurrieron esos asesinatos? ¿Qué pasó con ellos? ¿Los desaparecieron en ácido, los enterraron? Si no hay evidencia de las circunstancias de su muerte, ¿cómo asumir esa muerte? Mientras este punto no quede totalmente esclarecido, los padres y madres difícilmente podrán ir a sus casas a vivir el duelo de la pérdida de sus hijos.

Una segunda duda es quién dio la orden de asesinarlos. Dijo Alejandro Encinas en la mañanera el viernes pasado que fue “A1”, es decir, precisó, fue el entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca. Pero hay contradicciones en eso, porque la misma Comisión de la Verdad ya había establecido como falso el hecho de que los normalistas fueran a agredir al alcalde y su esposa; e incluso los Abarca no están presos por el caso Ayotzinapa, sino por el asesinato de Arturo Hernández Cardona y otros delitos relacionados con la delincuencia organizada. ¿Entonces cómo alguien que no estaba siendo agredido ni tenía interés en el caso, daría una orden tan temeraria? Y, ¿de qué poder podría gozar este alcalde para coordinar a tantas instancias gubernamentales, incluido el Ejército? ¿Tanto poder como para que un coronel le obedeciera y asesinara a seis normalistas varios días después de los hechos? Algo no cuadra en esa definición de A1. Mirando más lejos: ¿quién sí podría tener ese poder? ¿Quién sí podría sentirse agraviado o amenazado por los normalistas al grado de dar esa orden? Esa es una pieza clave, que sigue faltando en la actual investigación.

Tercera: ¿Cómo es que la Comisión de la Verdad logra desmontar una trama de encubrimiento, de obstaculización de la ley, de fabricación de culpables, conocida como la Verdad Histórica, pero no es capaz de señalar a quienes la operaron? Es decir: ya tiene identificados a los torturadores, a los conjurados de los tres órdenes de gobierno, pero, ¿por qué no hay un solo juez señalado? La obstrucción de la justicia y el encubrimiento no podrían llevarse a cabo sin jueces que avalaron la tortura, que condenaron sin pruebas, que liberaron a probados culpables. ¿Cómo es que la Comisión señala que la entonces magistrada presidenta del Tribunal Superior de Justicia, Lambertina Galeana Marín, ordenó destruir seis videos que serían pruebas firmes sobre lo ocurrido esa noche, y no le finca ninguna responsabilidad? El Poder Judicial (tanto local como federal), que no está siendo tocado ni con el pétalo de una sospecha, en realidad debería abarcar un espacio tan grande como lo abarca el señalamiento contra las autoridades del Poder Ejecutivo.

La Comisión de la Verdad no se pregunta en la investigación si el ex presidente Enrique Peña Nieto o el entonces secretario de la Defensa Nacional pudieron formar parte o haber ordenado la creación de la Verdad Histórica, pero da por descontado que sobre ellos no apunta el dedo de la justicia. Encinas lo dijo claramente: “Peña Nieto no”. Tampoco Cienfuegos. Eso, justamente, ha arrojado un halo de sospecha en el sentido de que realmente no todos los involucrados tendrían que ser castigados. Igual ocurre con el actual secretario de Seguridad en la Ciudad de México, Omar García Harfuch, quien era delegado de la Policía Federal, pues por el solo hecho de ostentar el cargo debió tener información y haber tomado decisiones, haya estado o no esa noche en Iguala, como él dice que no estuvo.

¿Y cuál fue el papel de los políticos guerrerenses en la trama previa a la desaparición de los normalistas? ¿De Lázaro Mazón y Rubén Figueroa Smutny, quienes siendo senador y diputado federal promovieron la donación de un predio de la Sedena a un particular, a José Luis Abarca, para construir Plaza Tamarindo? ¿De Ángel Aguirre, como gobernador de Guerrero? ¿Estuvo en el cónclave, como dice la Comisión, o no estuvo, como él dice? ¿Quiénes permitieron la creación y operación de Guerreros Unidos?

La conclusión de la Comisión de la Verdad es, sin lugar a dudas, un paso importante. Muestra una voluntad política que no se había visto, pero al menos en estos momentos hay algunos temas que se siente que están pendientes.

Tal vez con el paso de los días se vayan dilucidando. El presidente dijo, en relación con el general Cienfuegos, que hay que esperar a que la investigación avance y no darlo por exonerado. Tal vez sea cosa de esperar, es cierto; y darle el beneficio de la duda. Pero hoy, en este momento exacto, y cuando el único detenido sigue siendo el ex procurador Jesús Murillo Karam, esa es la sensación: que faltan algunos detalles.

Son pocos, pero son quizá los más importantes.

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