Compartir

* Marcelino Cervantes falleció en San Francisco California. Es el primero que regresa en cenizas a su pueblo Cuanacaxtitlán, en La Montaña de Guerrero. La pandemia ha tenido que transformar las costumbres funerarias en la región

KAU SIRENIO PIOQUINTO / FOTO: ALEXIS DE LA CRUZ ROJAS

Cuanacaxtitlán, 22 de septiembre de 2020. Cuando Marcelino Cervantes descendió al vientre del panteón comunitario de Cuanacaxtitlán, lágrimas bajaron del cielo para acompañar a sus papás que le decían adiós. Mientras la lluvia empapaba a los dolientes, la banda de música de viento tocaba el tradicional himno del migrante “El mojado acaudalado”.

Antes de regresar a su pueblo, Marcelino Cervantes deseaba comer mole de guajolote que cocina su abuelita Catalina Nava Félix; el plan era volver a Cuanacaxtitlán en diciembre. El día esperado nunca llegó, porque se adelantó al más allá, por complicación respiratoria.

Regresó, pero en urna, y se fue con la lluvia que vino por él, el día que familiares y amigos lo depositaron en el panteón comunitario. Salió en marzo de 2014 rumbo a Georgia, contratado por una compañía que se dedica a llevar a jornaleros a la pizca de tomates, cebollas, zanahorias y otros vegetales.

Cuando cobró su primera quincena habló a sus papás para contarles que se sentía muy contento por descubrir otras culturas y ciudades que vio antes de llegar a su destino; en esa conversación telefónica prometió volver pronto a su pueblo para construir su casa. No fue así, de ahí viajó a California donde un shock cardiogénico le ganó la batalla.

“Estamos ante un hecho histórico en nuestro pueblo, nunca antes en la historia habíamos presenciado que un hermano, un vecino regresara en cenizas; sin embargo, esta pandemia nos ha colocado del lado de la cremación. Ahora despedimos a Marcelino no en cuerpo sino en cenizas, pero sabemos que aquí descansa”, dijo Pedro Francisco Rufino ante la tumba del migrante.

En la cultura ñuu savi (mixteca), no hay indicio de que cremen a sus muertos; al contrario, se les prepara para el largo viaje que deben de emprender, y Cuanacaxtitlán, municipio de San Luis Acatlán, Guerrero, no es la excepción. Hasta antes de que Marcelino llegara en urna, alrededor de 25 migrantes habían fallecido por covid en Estados Unidos, todos regresaron en ataúd.

Lluvia
Tres días después de que los vecinos de Cuanacaxtitlán visitaron Ve’e savi (Casa de la lluvia), nació Marcelino Cervantes Antonio en la casa del maestro bilingüe indígena, Nicolás Cervantes Nava y Cristina Antonio García, “el niño nació muy bien” dijo la partera que atendió el parto.

Ese 28 de abril de 1995, la llegada de Marcelino trajo nuevos proyectos en la familia, porque era el segundo de los hijos que nacía sano y sin complicaciones. Vivió en Cuana hasta un mes antes de cumplir los 19 años.

Sus compañeros de la secundaria dicen que “Mache” –como lo conocían de cariño– era un adolescente tranquilo, sin desplantes de superioridad: “No era aplicado, pero le echaba ganas para aprobar todas las asignaturas, creo que salió con el promedio de 7.0” recuerda uno de su compañero de adolescencia.

No era muy asiduo al deporte, pero compartía momentos jugando futbol cuando estudiaba en el Colegio de Bachilleres por Cooperación de Cuanacaxtitlán, su posición en la cancha siempre fue la de portero: “Páralo Mache, no dejes que nos ganen” le gritaban sus compañeros.

Fidel Filomeno Díaz empezó a entonar la letanía; seguido de él cuatro muchachos salieron con la mesa adornada con moño azul y tela blanca. Todos los demás se pusieron de pie y cogieron las flores y velas para empezar con el cortejo fúnebre. La banda de música de viento dejó de tocar el canto religioso por la popular pieza de Te vas ángel mío. Metros más adelante un hombre le puso cerillo a los cohetes que anunciaron el inicio de la marcha fúnebre.

La costumbre de los ñuu savi de Cuanacaxtitlán establece que, si la mujer u hombre fallecido aún no se ha casado al momento de su muerte, el padrino o madrina de bautizo adornan una mesa donde descansa el ataúd para llevarlo al panteón. En esta ocasión, como no había caja, improvisaron una base para montar ahí la urna con ceniza.

Viaje en vida, viaje en muerte
El recorrido de la urna empezó en San Francisco, California el 4 de septiembre; pasó por Washington, DC y ahí pasó una noche. Al día siguiente aterrizó en el aeropuerto de la Ciudad de México y de ahí a Cuana donde descansó por seis horas antes de partir a su destino final: el panteón comunitario del pueblo.

“Tenemos muchas carencias, mi hermano decidió ir de jornalero a Estados Unidos, pero nunca dejó de hablar con mis padres. Cuando se sentía triste ellos le animaban a echarle para que regresara pronto. Le preocupaba mi hermana, porque siempre preguntaba por ella en la conversación telefónica, cuando él estudiaba en el Colegio de Bachilleres, ella siempre lo recibía con un abrazo, eran ese afecto que extrañaba”, recuerda su hermano Diego Cervantes en una entrevista desde Livermoree, California.

Diego recuerda la plática con su hermano:

“La vida de aquí no es como lo pintan en las películas o en los videos musicales, aquí se vive al día, si no trabajas o si no hay trabajo no hay paga y no se come, no hay techo donde dormir calientito”.

“Mache, era crítico, cuestionaba mucho lo que pasaba en el pueblo, cuando veía a un indigente no dudaba en asegurar que esa persona era enviada del gobierno para vigilar el pueblo, para que no se organizaran, siempre cuestionó a sus maestros en la plática entre compañeros, pero nunca se rebeló contra ellos” asegura otro excompañero.

Esa desconfianza que Marcelino sintió en su pueblo, lo vivió en Georgia, fue por eso que llamó a su primo Eder Cervantes en diciembre de 2014 para que le diera posaba porque pensaba cambiar de ciudad para juntar algo más de dinero que le faltaba para construir su casa. Así fue como se quedó en California.

En Livermoree Marcelino vio nacer a su sobrina Nati a quien le tuvo especial cariño porque compartió alegría con ella por cuatro años, hasta que su hermano lo internó en el hospital de Pleasanton, California donde salió sin despedirse de su hermano y amigos.

Diego agrega: “A Marce no lo mató la Covid, él entró en depresión, porque ya no tenía dinero y no había trabajo, fue muy tarde cuando me di cuenta de esto, ahora solo espero regresar a México y estar con mis padres, sus cenizas van primero, meses después voy a volver, pero con él murieron muchos sueños”.

“Cuando los hijos se van, hasta el cielo llora” soltó Pedro Francisco en el panteón ante la banda de músicos que expulsan a todo pulmón la nota de El mojado acaudalado de Los Tigres del Norte, mientras que tres señores pala en mano avientan la última palada de tierra a lo que ahora será la tumba del jornalero que se convirtió en cocinero en California.

“Mi hermano era muy serio y tímido. Nunca habló de él, sé que no solo estuvo en Georgia, sino que también viajó a Florida. Lo supe por platica con mi mamá. Estuvo unos meses donde vivía la esposa de mi tío Florencio Félix, de ahí se vino a California con mi primo Eder, donde pasó mucho tiempo” cuenta Diego.

El primer trabajo de Marcelino en California fue en un restaurante mexicano, donde le agarró cariño a “los burritos” (taco norteño), porque era cocinero. De ahí trabajó en un restaurante coreano, donde pasó gran parte de su vida se la dedicó a la comida asiática. Por cierto, ahí seguía cuando llegó su hermano Diego.

La lluvia se llevó al migrante que cocinó para los restaurantes Albertos cantinas restaurante mexicano; Shaba lu restaurante Koreano; Chicagos burgue Local filipino; y Bachi coffee restaurante italiano.

Cuando vino la última nota de la banda que se afanaba en repetir, dos botellas de mezcal, la lluvia se esfumó y los dolientes se quedaron ahí.

Compartir:

Dejar una respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here