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JOSÉ LUQUE   /

 

Lo que se encuentra en juego en las elecciones presidencial de julio del 2018 en México no radica sencillamente en elegir el siguiente mandatario, los próximos gobernadores, los siguientes alcaldes y concejales.

El tema de fondo es sin duda alguna la supervivencia y vigencia de la democracia reconocida como un régimen político que sustenta y da sentido ético y moral a la relación política entre ciudadanos e instituciones políticas. Relación destruida ladrillo a ladrillo por los gobiernos de Fox (2000-2006), Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018).

México vive desde hace años –al igual que otros países de la región– una profunda descomposición social, cultural, económica y política. Descomposición invisibilizada o simplemente ignorada por la mayoría de los candidatos y candidatas presidenciales pertenecientes al establishment a lo anterior hay que sumar el ocultamiento en estas campañas de la profunda polarización existente entre la clase política y la sociedad civil, polarización que ha tenido como consecuencia la desafección política de la mitad de los ciudadanos y ciudadanas inscritos en el padrón electoral impidiendo la expansión de nuevas fuerzas políticas progresistas, que tanta falta hacen hoy en día y que mostraron su despliegue durante el gobierno de Marcelo Ebrard en la Ciudad de México (2006-2012) y que en la actualidad se encuentran deterioradas o abandonadas por la presente administración encabezada por Miguel Ángel Mancera.

Inseguridad, corrupción, impunidad, desigualdad, pobreza, violaciones masivas a los derechos humanos, asesinatos de migrantes, periodistas y activistas sociales, destrucción estructural del medio ambiente y crisis humanitaria de los migrantes que cruzan la frontera sur camino a Estados Unidos son sólo algunos de los síntomas de una coyuntura en la que se disputa la dignidad humana y el estado de derecho fundado en una epistemología de los derechos frente a una filosofía instrumental  expresada en la frase del “haiga sido como haiga sido”.

Desde esta perspectiva las consecuencias de una posible victoria de las opciones neoliberales a la mexicana serian sin duda catastróficas para este país. Cada 17 minutos un ciudadano mexicano es asesinado y solo 10 de cada 100 de estos asesinatos son investigados adecuadamente por el poder judicial. Los datos relacionados con el crecimiento de la corrupción y de la impunidad son centrales, los informes de Transparencia Internacional (2017) son medulares y sitúan a México entre los 4 países más corruptos de la región, mientras que el Índice Global de la Impunidad (2017) situó a México como el país más impune del mundo.

El rosario de acusaciones cruzadas entre los candidatos del Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI), son un síntoma de esta crisis y sustentan el diagnostico esgrimido en el primer párrafo de este artículo, mientras los priístas acusan al candidato presidencial panista Ricardo Anaya de corrupción apoyados por algunas instituciones del Estado en México, el candidato del PAN, revira las acusaciones y señala al PRI y a su candidato Meade de corrupción por liberar de todos los cargos al ex gobernador de Chihuahua, Cesar Duarte, acusado de lavado de dinero, cuando este era Secretario de Hacienda del actual gobierno de Enrique Peña Nieto. Mientras el candidato del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), Andrés Manuel López Obrador observa desde un privilegiado palco el enfrentamiento entre los principales exponentes de la derecha neoliberal mexicana, su amplia ventaja en los sondeos de opinión pública sobre las preferencias electorales lo colocan en esa estratégica posición.

Lo cierto es que México se encuentra en una difícil coyuntura política y las elecciones de julio del 2018 definirán si sigue sumergiéndose en ella o se da un golpe de timón para buscar enmendar el rumbo. Los dados están en el aire.

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