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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO   /

 

Acapulco, 13 de julio de 2021.

El Partido Revolucionario Institucional (PRI) vive en Guerrero momentos difíciles, no solo por el resultado de la elección del 6 de junio, sino porque en su interior se gesta una batalla campal para ver quién o quiénes se quedan con los restos del todavía partido en el gobierno, aunque esta condición le dure solo hasta el 14 de octubre próximo.

La elección dejó sus lecciones: la primera, que la alianza con el PRD no fue lo que esperaban, pues el sol azteca se quedó muy por debajo de las expectativas que generaron; y lo segundo, que los propios priistas no han entendido que perdieron la elección, y andan peleando lo que queda del PRI como si hubieran quedado en la ruta ganadora.

Eso hay que decirlo con claridad: el PRI perdió. Perdió porque no ganó la gubernatura, porque no ganó Acapulco, porque no ganó Chilpancingo, porque no ganó la mayoría en el Congreso. Así que quienes creen que ganó porque perdió por poquito, cometen un error. El gobernador Héctor Astudillo dijo que en la elección nadie salió avasallado ni nadie avasalló (palabras más, palabras menos). Y tiene razón: pero hubo quien ganó y hubo quién perdió. Y en este caso el PRI perdió.

Con esa lógica, no se entiende que, en lugar de reagruparse, de prepararse para la unidad interna, para renovar dirigencias y aprovechar el dato de que no perdió por un margen tan amplio como se esperaba, pues se esperaba más de los 62 mil 800 mil votos de diferencia, el PRI se dedique ahora a la confrontación interna.

La lógica o la tradición priista señala que el candidato a gobernador se apuntala automáticamente para la próxima posición importante, en este caso, la dirigencia del tricolor y/o la senaduría dentro de tres años. Es una cuestión de aritmética simple: no se comparan los 580 mil 971 votos que obtuvo el candidato a gobernador, con los 106 mil 893 que ganó el candidato a la alcaldía de Acapulco, la segunda posición política en importancia.

Por eso, parece un despropósito el hecho de que desde la cúpula priista -léase, con el visto bueno del gobernador Héctor Astudillo, el primer priista- se aliente la posibilidad de que el ex candidato a la alcaldía porteña, Ricardo Taja Ramírez, le dispute al ex candidato a gobernador, Mario Moreno Arcos, la dirigencia del PRI.

Este conflicto, sin embargo, parece tener antecedentes previos. Mario Moreno compitió en 2014 contra Héctor Astudillo por la candidatura que al año siguiente se definiría. Lo hizo con el apoyo del entonces gobernador Ángel Aguirre Rivero, y Moreno no lo escondía. De hecho, el ex alcalde de Chilpancingo fue, de los aguirristas cercanos, el único que se quedó en el PRI, por lo que se pensó entonces que Aguirre iba a tener mano para postular en el PRD y para postular en el PRI. Pero ya se sabe: vino Ayotzinapa y las cosas cambiaron. Mario Moreno no fue candidato y sí Héctor Astudillo, quien se convirtió en gobernador.

En la elección de 2021 era claro que el aspirante sería un político sacrificable, porque enfrente se veía invencible la dupla Félix Salgado-Morena. Eso podría explicar por qué el senador Manuel Añorve no hizo ni el intento real por ser el candidato. Mario Moreno también lo sabía, pero decidió jugar. A veces, en política, también se gana al perder, y él, ante una previsible derrota, quedaría bien posicionado con miras a la senaduría y de ahí, a volver a competir en 2024, quizá con otra historia.

Pero las cosas cambiaron en la campaña. Parece que sus aliados, entre ellos, principalmente, Ángel Aguirre, y el gobernador Astudillo, lo dejaron solo. Aguirre fue el artífice de la coalición PRI-PRD que se suponía iba a beneficiar a Mario; pero apenas pasó la elección, fue el primero en salir a reconocer que habían perdido. El gobernador, de plano no se metió. Y no es que se tratara de desviar recursos para apoyarlo, pero en su simple carácter de primer priista, su apoyo moral era importante. En el transcurso, Mario Moreno se equivocó y buscó su fortaleza en el PRD más que en el PRI, lanzó señales de que apoyaría a Víctor Aguirre en Acapulco y se distanció de Ricardo Taja. Justo antes de ser ungido candidato, Taja ofreció una conferencia de prensa acompañado de su esposa, donde el ambiente parecía más de despedida y de luto que de alegría. Pero luego las cosas cambiaron, y su estrella brilló. Su registro fue un acto multitudinario en la sede del PRI al que no acudió Mario Moreno.

Al final de la campaña, ambos personajes se están disputando la dirigencia estatal, pero la disputa no se ve como democracia partidaria, sino más bien que los poderes fácticos en el tricolor impulsan al candidato de los 106 mil votos, para imponerse sobre el de los 582 mil, lo cual a todas luces parece un intento de imposición.

El problema es que el PRI no debería estar jugando esos juegos ya. La elección demostró que la gente no quiere una política de conveniencia, de imposiciones, de fuerzas caciquiles que predominan sobre los resultados en las urnas. No es que Ricardo Taja sea mal candidato: es, como se dijo arriba, una cuestión de aritmética simple, y vaya que antes los priistas sabían contar.

El problema para el PRI, de mantener este espíritu de confrontación interna, de división, es que va siguiendo, sin darse cuenta, los mismos pasos que su aliado, el PRD. Es un espejo donde, sin embargo, quizá no se quieran mirar.

 

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