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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO   /

 

Acapulco, 20 de agosto de 2022.

Se escuchó fuerte a Alejandro Encinas decirlo: “fue un crimen de Estado”.

Se refería a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, y los asesinatos cometidos en Iguala la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014.

La frase, formulada desde el más alto nivel del gobierno -Encinas es subsecretario de Gobernación y presidente de la Comisión de la Verdad para el caso Ayotzinapa- retoma lo que fue uno de los primeros reclamos en las protestas, pero a la vez, tiene un significado muy distinto.

“Fue el Estado”, gritaban padres y madres de los desaparecidos; “Fue el Estado”, coreaban sus compañeros estudiantes; “Fue el Estado” escribían en paredes.

“Fue un crimen de Estado”, concluyó este jueves Encinas.

Pero, ¿estaban hablando de lo mismo?

En las calles, la exigencia era que el Estado reconociera su responsabilidad y que castigara a los responsables. Pero no solo eso: implicaba que el Estado tendría que revisar una política histórica en México enfocada en la represión, pero también en la colusión de autoridades con grupos criminales; someter a revisión y castigo conductas históricas en el Ejército, en mandos policiacos.

En el Palacio Nacional, Alejandro Encinas aludió a otra cosa. Legalmente, el concepto Crimen de Estado no existe en el derecho internacional. Se refiere solo a una definición que consiste en que algún integrante del estado -ya sea el policía municipal, el alcalde, el gobernador, el presidente de la República o cualquier mando intermedio- ha tenido una actitud contraria a la ley, pero es un ámbito general, y no implica responsabilidades individuales.

Es decir, lo que hizo Encinas fue constatar que hubo elementos del Estado -policías municipales, estatal y federales, militares, incluso jueces- que participaron o fueron omisos en los hechos de Iguala de 2014. Corresponderá a la Fiscalía General de la República establecer la responsabilidad personal y en su caso, proponer la sanción correspondiente.

Pero del crimen de Estado, en realidad, en este momento, no hay nada concreto. Hay 83 órdenes de aprehensión, sí, y no se sabe contra quiénes van, pero ya Encinas dejó en claro que ninguna de ellas es contra el expresidente de la República, Enrique Peña Nieto, que era en su momento el jefe del Estado.

Es un tema político, pues, no jurídico. Al menos hasta este momento. Será jurídico cuando se judicialicen las conclusiones y se apliquen las órdenes de aprehensión. Habrá que ver cómo evoluciona el tema en los próximos días o meses.

En el otro contexto, Ayotzinapa se convirtió en una bandera y un símbolo en estos años. No solo representa su propio caso, el de los 43 estudiantes desaparecidos, sino también otras luchas en el México contemporáneo.

La desaparición y búsqueda de los normalistas permitió, por ejemplo, que en Iguala varias madres y padres de familia salieran a buscar a sus hijos desaparecidos en otros contextos, hijos de los cuales poco se sabía, pero que de pronto sus familiares sintieron el valor de subir al monte y excavar en barrancas, tratando de identificar los cientos de restos que fueron encontrando. La desaparición de los estudiantes también visibilizó a los otros desaparecidos.

Fue la búsqueda de los normalistas lo que visibilizó la red del narcotráfico en la región. Periodistas de todo el mundo se dejaron caer en Iguala y escribieron reportes y libros sobre la colusión autoridades-Ejército-cárteles. Aunque la matanza de Tlatlaya había ocurrido unos meses antes, fue después del caso Ayotzinapa cuando se conocieron sus pormenores.

La expresión “Todos somos Ayotzinapa”, se reprodujo en otros casos en las protestas colectivas: por Tlatlaya, por la matanza de San Fernando, por la defensa de la tierra del Cecop, por las batallas de la Ceteg. Hubo libros, canciones, carteles, performances, documentales, todo un movimiento social y cultural que recorrió el mundo.

La consecuencia más lógica sería que lo que venga sea ya no una declaración de crimen de Estado, sino un juicio del siglo, donde ahora sí se siente en el banquillo a todas las autoridades de manera individual que participaron o fueron omisas en el caso Ayotzinapa, y que después se siga con el mismo procedimiento en otros casos donde también se presume o se ha documentado la participación de agentes del Estado en hechos contrarios a la ley: Aguas Blancas, El Charco, el asesinato de Armando Chavarría, entre otros.

El Estado hizo un primer intento de dar por muertos a los normalistas en el gobierno de Enrique Peña Nieto, dentro de la llamada Verdad Histórica, cuando según el ex procurador Jesús Murillo Karam, fueron asesinados y cremados en el basurero de Cocula, una hipótesis que no se sostenía por ningún lado. Tal vez podría tener lógica la versión de su muerte, pero no era creíble porque había muchas evidencias de que toda la versión del gobierno estaba fabricada para ocultar lo que realmente sucedió.

Ahora, con Alejandro Encinas al frente, y con un gobierno que goza de mayor credibilidad, y también por el paso de los años, la hipótesis podría ser aceptada por las madres y padres de los desaparecidos, aunque prevalece la incógnita de dónde están sus cuerpos.

Aunque ya lo dijo Encinas y también el presidente Andrés Manuel López Obrador, la sociedad también tiene que apropiarse de esta idea: el caso no está cerrado. Tampoco la expectativa: lo más intenso apenas está por venir.

 

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