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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO      /

 

Acapulco, 13 de julio de 2022.

El 22 de junio pasado, el Campo Militar Número 1 se abrió por primera vez para recibir, ya no en condición de prisioneros, sino de invitados, a sobrevivientes de la Guerra Sucia, la peor violación a los derechos humanos cometidos en México por el Estado.

Fue un acto simbólico, encabezado por el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, y donde estuvieron además el secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval González, y el presidente de la Comisión de Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y la Justicia de los Hechos Ocurridos entre 1965 y 1990, Alejandro Encinas. En ese evento se escucharon las voces de Micaela Cabañas, hija de Lucio Cabañas y prisionera en su más tierna infancia dentro del Campo Militar Número 1, y Alicia de los Ríos Merino, cuya madre, llamada exactamente igual, fue desaparecida en ese lugar.

El objetivo del evento era dar inicio a la apertura de instalaciones y archivos militares para conocer lo que pasó realmente durante la Guerra Sucia. Para quienes aún lo ignoran, sobre todo los más jóvenes, la Guerra Sucia fue el cruento combate contrainsurgente que el Estado desplegó contra las guerrillas de Lucio Cabañas, Genaro Vázquez y otras como la Liga Comunista 23 de Septiembre. Fue un período en el que militares y policías desaparecían impunemente y a la vista de todos, a los opositores al régimen priista de entonces, encabezado por Luis Echeverría; el período incluye otras represiones como la matanza de Tlatelolco en 1968, la de los Copreros en Acapulco en 1967, el asesinato de Rubén Jaramillo en 1962, pero excluye a las matanzas de Acteal (1994), Aguas Blancas (1995), El Charco (1998), El Bosque (1998).

Sin embargo, no deja de ser alentador que incluso con estas exclusiones, exista la disposición de indagar la Guerra Sucia. Alrededor de 600 campesinos de Guerrero fueron desaparecidos, muchos, por el solo hecho de apellidarse Cabañas; otros fueron asesinados y otros fueron arrojados vivos al mar. Entre los combatientes y entre opositores no armados, hay infinidad de testimonios de que fueron vistos con vida en instalaciones militares antes de desvanecerse en la negra noche que envolvió al país en ese período. Hubo pueblos enteros que fueron despoblados porque los militares se llevaron a todos sus habitantes; de esto hay ejemplos en Atoyac y en Acapulco.

En Tlatelolco, el Ejército cometió el mayor asesinato masivo de estudiantes, bajo el mando del entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, aunque el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz asumió públicamente la responsabilidad. En el halconazo de 1971, fuerzas especiales entrenadas volvieron a asesinar, detener y a desaparecer estudiantes.

Durante la Guerra Sucia empezó a tejerse una línea delgada que tuvo como eje al Ejército: empezó la embestida antiguerrilla, luego vino el combate y protección al narcotráfico y llegó hasta 2014 con la matanza de Tlataya y la desaparición de 43 normalistas en Iguala, con la participación de los militares. No es casual que militares que participaron en la Guerra Sucia, como Mario Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quiroz Hermosillo se hayan involucrado en el narcotráfico. Un reportaje de Humberto Padget publicado en Sin Embargo, narra la trayectoria de la línea que conecta a los militares de la Guerra Sucia con la violencia delictiva durante el gobierno de Felipe Calderón.

El 22 de junio, en el Campo Militar Número 1, aparte de las autoridades, de los comisionados y de los sobrevivientes y víctimas, estuvieron presentes también familiares de los militares que murieron en enfrentamientos en ese período. El general secretario dijo que se honraría a los muertos escribiendo sus nombres en el Monumento a los Caídos de las Fuerzas Armadas que se ubica en la Plaza del Servicio a la Patria “como un tributo y un sentido homenaje a los soldados que cumplieron con su deber, aún a costa de su vida”. Y su deber era, citó el secretario, cumplir las medidas que adoptó el Estado mexicano para “garantizar la seguridad, el orden constitucional y el establecimiento del estado de derecho”. El secretario reconoció que “determinadas acciones implicaron lamentablemente que un sector de la sociedad se viera afectado por sucesos que se alejaron de los principios de legalidad y humanidad”.

Ese alejamiento de los principios de legalidad y humanidad, justamente, fue lo que dio origen a la Guerra Sucia, es decir, a la más cruenta violación de derechos humanos en la historia del país. Por ello, justamente, los militares que participaron no pueden ser considerados como héroes. Vale, quizá, que, al enfrentarse con una fuerza beligerante, hayan muerto en cumplimiento de su deber; y que hayan actuado supeditados al poder civil, al Estado, pero no como héroes. Se entiende que a sus deudos se les asignen las prestaciones que la ley determina para esos casos, pero no el tratamiento de héroes, pues no pueden ser héroes quienes violan los derechos humanos.

La apertura de la investigación de esta Comisión es justamente para determinar los crímenes de lesa humanidad y castigarlos. Varios de los perpetradores fueron premiados por el régimen priista, y quienes encabezaron este genocidio fueron convertidos después en titulares de la Secretaría de la Defensa Nacional. Casi, pasar por Guerrero, encabezar en esos tiempos las operaciones, fue una garantía de ascenso. Se entiende, porque era el mismo régimen opresor. Pero las cosas han cambiado, se supone, y los de ahora ya no son iguales.

Así que no, la reconciliación nacional no quiere decir el abrazo entre las víctimas y sus victimarios; ni un reconocimiento por igual para unas y otros. Quiere decir reconocimiento de las primeras, su acceso a la verdad, a la reparación integral y la no repetición de los hechos; y, para los segundos, castigo, no premios otra vez.

 

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